09/06/2023 La Nación - Nota - Sociedad - Pag. 1

Con turnos para octubre, como mínimo, y cada vez menos profesionales en los servicios prepagos, los enfermos deambulan por distintos consultorios en busca de soluciones a sus problemas
Desamparo y enojo. La odisea para lograr atención médica
Soledad Vallejos
Con turnos para octubre, como mínimo, y cada vez menos profesionales en el sector privado, los pacientes deambulan en busca de tratamientos

PARA LA NACION
Dice que jamás va a olvidarse de ese día, cuando después de deambular durante cuatro meses por guardias y consultorios fue a ver a un especialista recomendado por una amiga que figuraba en la nómina de su prepaga. “Me habían indicado varios estudios, de sangre, de orina y una radiografía, y en los resultados parecía todo normal –cuenta Guadalupe Pazos, de 41 años, que tiene una hija de 12 y se dedica a la comunicación institucional–. Pero yo no estaba bien. Y las pelotitas que me había palpado en el cuello una mañana mientras me bañaba seguían ahí”.
El diagnóstico del médico fue una cachetada: linfoma de Hodgkin, un cáncer del tejido linfático. Se fue en shock.
Lo primero que hizo en la calle –paralizada entre la gente– fue llamar a su madre. “Me vino a buscar y la abracé llorando. Ahí empezó todo”.
Cuando Guadalupe dice “todo” no se refiere solo a la angustia que le causó la enfermedad que le diagnosticaron en 2018. Ese “todo” engloba la sucesión de trabas y costos con los que se topó en el laberinto del sistema de salud.
“Lo primero que me dijeron fue que no tenía cubiertos todos los estudios, porque antes de arrancar con la quimioterapia tenía que hacerme otras cosas, que pagué de manera particular. En ese momento, por una PET [tomografía por emisión de positrones] me pasaron un valor de $60.000”, señala Guadalupe, que comenzó a poner en marcha alternativas para seguir adelante. La PET la hizo en la Academia Nacional de Medicina, por $15.000. Fue la doctora que estuvo a cargo de la punción de la médula la que la aconsejó hacer una consulta con una hematóloga del Hospital Ramos Mejía, donde continúa con su tratamiento, porque afirma que la prepaga desoyó sus reclamos.
Con una voz de resignación, Guadalupe cuenta que ese fue el primer plan B de muchos otros que debió activar en estos cinco años y asegura que la situación empeoró después de la pandemia. La lista de complicaciones va de episodios dramáticos a tropiezos más rutinarios que forman parte de la conversación diaria: temas que encienden la bronca en los grupos de WhatsApp y quejas que se multiplican en las redes sociales, como la imposibilidad de conseguir turnos para estudios, la salida de médicos de las cartillas y las experiencias no siempre satisfactorias en las guardias.
“Desde julio pasado intento conseguir turno con la oftalmóloga infantil, porque la última vez que la vimos, cuando le recetó los anteojos a mi hija, me dijo que en 60 días teníamos que volver para un control –relata Guadalupe–. Llamo todos los meses, cada vez que se abre la agenda de turnos, y me dicen que vuelva a intentar el mes próximo. Voy a terminar en una consulta particular, lo tengo asumido. Pero insisto”.
El dentista es otra misión difícil para Guadalupe. Conseguir turno para ella es complicado, pero para su hija es casi imposible, por eso terminó en un consultorio privado que le recomendó una madre del colegio: “Compartí el problema en el grupo de WhatsApp de padres y encendí la polémica. La mayoría de las familias tienen una obra social o prepaga, pero por distintos motivos terminan pagando una consulta particular”.
El repertorio de fracasos de Guadalupe tiene más capítulos: “Al principio del año pasado me dijeron que mi hija se tenía que operar de adenoides, y nos dieron turno para marzo. La fecha se pospuso varias veces. La operaron cinco meses después.
El cardiólogo que le hizo el estudio prequirúrgico reconoció que estaban colapsados. Que cada vez cobran menos y que estaba a punto de darse de baja de la cartilla”.
Como Guadalupe, los pacientes son testigos de la cada vez más profunda crisis del sistema, una realidad que la nacion busca visibilizar desde esta serie, a través de una pregunta crucial: ¿quién nos va a cuidar? Miguel Castro Ríos es médico clínico y hematólogo. Lleva 52 años en la profesión, y el año pasado lo llamaron desde la Universidad de Buenos Aires para avisarle que iban a convocar a los tres mejores promedios de su camada, 1970, para entregarles un premio. El recono- cimiento no tiene un correlato en sus ingresos. Hace poco más de dos años se enfrentó con una disyuntiva: dejaba la medicina o empezaba una nueva etapa en la que solo atendería pacientes en forma particular.
Fue por la segunda opción.
“La consulta lleva tiempo. No se puede ver a un paciente en 15 minutos, como pretende el sistema. No hay tiempo de revisarlo ni de hacerle las preguntas que corresponden.
Y si además de todo te pagan mal, te hacen llenar papeles y te liquidan el pago a los 60 y hasta 120 días, no hay chance –dices el especialista–. Hay pacientes que me dicen que por la prepaga no encuentran hematólogos, y que si aparece alguno recién les dan turno para octubre”.
La pandemia, coinciden expertos y pacientes, fue un punto de inflexión que empeoró el cuadro.
“Uno sospechaba que la humanidad iba a mejorar, pero no fue así”, agrega Castro Ríos. Lo mismo opina Luis Cámera, médico clínico del Hospital Italiano y miembro de la Sociedad Argentina de Medicina.
Para Cámera, la falta de reconocimiento social, la depresión económica y la ausencia de una compensación política, monetaria y afectiva trajeron consecuencias negativas.
“Nadie quiere ver pacientes por unos magros pesos. Se nota la falta de personal médico. Es un fenómeno mundial y, según datos de la OMS, harán falta unos 10 millones de trabajadores de la salud en la próxima década. El rol de los médicos descendió varios escalones, quedamos como operarios”, se lamenta.
Reconoce que la sensación de desamparo de los pacientes está justificada: “Las cartillas médicas están perforadas. Esto genera un deterioro en la relación médico-paciente, que ya estaba en dificultades”.
“Trabajar por dos mangos” Muy a su pesar, la pediatra Ana Tarlovsky se desvinculó de la mayoría de las empresas de medicina prepaga. La retribución no era seria. Tarlovsky ejerce desde 1993, ocupó una jefatura en el Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez y hoy es parte del sistema de salud público y privado. Reparte su tiempo entre el Centro de Salud Nº 11, en Balvanera, y su consultorio particular, en Villa Urquiza. “El sistema público está colapsado. Pedir una valoración cardiológica de rutina para un chico es muy difícil, no hay turnos disponibles. Antes de la pandemia, estos turnos se conseguían con bastante rapidez en el sistema privado. Pero eso cambió, al menos en pediatría, y cada vez cuesta más conseguir turnos con especialistas y lo que tiene que ver con fonoaudiología, odontopediatría o psicopedagogía”, cuenta Tarlovsky.
La médica hace un crudo diagnóstico y lo compara con sus inicios en la profesión: “Cuando daba mis primeros pasos ni se me ocurría pensar en cuánto iban a pagarme.
Y cuando entré al Gutiérrez para hacer la residencia me sentí afortunada, éramos muchos los que queríamos estar ahí y no había más vacantes. Pero no sucede lo mismo hoy con los jóvenes. Este año, por ejemplo, la jefatura de residentes del Gutiérrez quedó vacante. Eso de la vocación abnegada está cambiando, porque la gente no está dispuesta a formarse durante más de diez años y trabajar por dos mangos”.
Según Ricardo Lilloy, presidente de la Cámara de Entidades de Medicina Privada (Cempra), el deterioro comenzó hace unos 20 años.
“En lugar de revisar y actualizar de manera periódica el Plan Médico Obligatorio [PMO], se fueron sancionando leyes por enfermedad.
Las prioridades, que antes en la Argentina eran determinadas por la autoridad sanitaria, dependen ahora del lobby que hacen las asociaciones de pacientes, que presionan a través de los legisladores y presentan nuevos proyectos. Así se han sancionado más de 50 leyes. Y de continuar incluyendo coberturas al PMO sin una evaluación de capacidad de financiamiento, sin determinar de dónde saldrá ese dinero para pagarlas, en 2030 menos del 4% de la población, con tratamientos de alto costo o necesidades extrasanitarias, va a gastar el 100% del presupuesto de la seguridad social.
Por eso, el 96% de los usuarios tienen un seguro incierto sobre su cobertura de salud”, sostiene.
Para Lilloy, la situación es crítica, y reconoce que ante la coyuntura deficitaria, parte del dinero para cubrir los gastos ha salido de los honorarios de los médicos.
“Estuve analizando el caso de una de las 50 entidades que integran la cámara, lo que representa casi 1,5 millones de usuarios. Tiene cinco casos que le consumen $75 millones mensuales; absorben la necesidad de unas 15.000 personas”, detalla.
“La seguridad social ha sido un modelo envidiado por muchos en América Latina. Lo ha creado la gente, y hoy está en riesgo”, concluye.
Desde la Superintendencia de Servicios de Salud admitieron las complicaciones y señalaron que son situaciones coyunturales: “Trabajamos para garantizar los derechos de los usuarios, beneficiarios y afiliados de la seguridad social y verificar que se cumpla con la normativa.
Nos ocupamos del asesoramiento y la recepción de reclamos, solicitudes y denuncias hechas por los usuarios en el centro de atención personalizada y en el centro de atención telefónica y virtual”.
Como director del Instituto de Neurología de Buenos Aires (INBA), Alejandro Andersson atiende a los pacientes de una obra social o prepaga dos veces por semana. “La demanda privada en mi consultorio se incrementó en un 50%, y lo que notamos en el centro es que hay cada vez más personas que se sorprenden porque su cobertura no contempla determinadas prácticas. El otro día llamó una paciente para preguntar si era necesario saber los valores de las vitaminas B1, B6 y vitamina D, porque los tenía que pagar aparte.
Como era parte de un control anual le recomendé que sí”, explica.
Los relatos son calcados del lado del paciente. Camila Echevarría tiene 48 años, es licenciada en administración de empresas, trabaja de forma independiente y es madre de tres hijos. El médico le pidió un hemograma que incluía el análisis de determinadas vitaminas. Lo tuvo que abonar. Ya pagaba de manera privada los honorarios de su ginecóloga y de su dentista, que se habían bajado de la lista de prestadores.
Y recuerda una experiencia que vivió con su mamá, a quien el año pasado tuvieron que sacarle un quiste del endometrio: “La acompañé al sanatorio y la sala de espera parecía el colectivo 60 en horario pico. Después la llevaron a una habitación ambulatoria donde no entraban dos personas. Me quedé afuera, en la puerta. El sistema colapsó, ok, pero cada vez cuesta más caro”.
No solo es un tema económico. Camila habla de la calidad: “La última vez que pedí un médico a domicilio, me mandaron a una consulta virtual.
¿Cómo puede alguien revisarte a través del celular?”.
La intranquilidad de los pacientes es notoria. “No van confiados a una guardia –dice Castro Ríos–.
Se quejan porque esperan horas y cuando los ve el médico no les concede el tiempo necesario. Muchos me preguntan: ‘¿Doctor, a qué guardia me recomienda ir?’ Dependerá del médico que les toque. Están agotados, no tienen la misma pasión de antes y les pagan mal”.
Andersson agrega: “El médico que se baja de la cartilla suele ser el que tiene más pacientes, más trayectoria y jerarquía. Son los que tienen la posibilidad de dejar las coberturas médicas. Los mejores”. Desde diferentes perspectivas, todos advierten el problema. Las miradas varían, pero coinciden en que hay que tomar medidas para que el sistema de salud de respuestas a los ciudadanos, cada vez más desprotegidos.ß


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