25/11/2021 Página 12 - Nota - Psicología - Pag. 37

La pandemia, la democracia y la posibilidad de un sistema de representación más directo
Qué sería la subversión hoy
Sebastián Piasek
El autor plantea la necesidad de un involucramiento político de la ciudadanía que se logra con acuerdos sociales realmente participativos.

Los ideales revolucionarios de otra época apuntaban a la eliminación de toda diferencia de clase como medio para la equidad social. Si bien el norte suena tentador, hoy sabemos que la segregación lamentablemente constituye el hueso de la especie humana.
Freud señalaba en Psicología de las masas y análisis del yo que toda masa tiende a un aumento en la afectividad –dirigida a alguna suerte de líder o ideal– y a una disminución de la capacidad intelectual que, más allá de toda sed de sometimiento, implica un sacrificio necesario para formar parte de ese lazo entre pares. Aunque nunca de forma consciente, quien sacrifica una posición intelectual lo hace porque existe el riesgo de la exclusión, y la exclusión es una posibilidad porque siempre debe haber un resto que la masa extranjeriza.
Jacques Lacan retoma esta lectura freudiana sobre el lazo social y la masa especialmente en El reverso del psicoanálisis, para destacar que el único origen de la fraternidad es la segregación misma, porque “... no hay fraternidad que pueda concebirse si no es por estar separados juntos, separados del resto”. En lo que respecta a la distinción entre fraternidad y sororidad, es evidente que los movimientos de mujeres y disidencias demuestran una potencia emancipatoria enorme para una sociedad más sana, pero el problema de la segregación habita sin embargo todos los espacios, demostrando un origen más bien estructural. Es decir, hecho de palabras. De toda esa pasta significante que nos “sirve” para advertir que existimos, y con la que paradójicamente intentamos desmentir a diario el sinsentido de nuestra existencia.
Dos problemas se derivan de esta evidencia, y los dos aportan a la impotencia reflexiva con la que Mark Fisher caracteriza a la sociedad actual en el libro Realismo capitalista: el primero tiene que ver con la pretensión de un horizonte totalmente equitativo para evitar toda segregación, núcleo duro de los golpazos más fuertes que se dieron las luchas revolucionarias en el último siglo (en parte por que desconocían que, en palabras de Lacan, una revolución conduce siempre al lugar de partida, en física y en política, y que toda esa vuelta revolucionaria nunca prescinde de un nuevo amo al volante).
Esa pretensión insiste hoy y nos lleva a un purismo intelectual y partidario que se agota en lo discursivo, fomentando un enfrentamiento entre formas progresistas que desconocen la potencia que podría tener una discusión en conjunto. El segundo problema es casi opuesto, aunque paradójicamente surge como efecto del primero: hay quienes creen que la imposibilidad de un sistema perfecto alcanza para defender a una coalición de gobierno que, sin querer queriendo, cree más en el devenir capitalista de lo que dice que cree, como quien acepta un destino ya escrito que sólo podría ser acolchonado con políticas de corto plazo; y hay quienes creen tener un nivel de vida lo suficientemente aceptable como para que la discusión política nunca más exceda lo descriptivo. Porque privilegio mata deconstrucción, tanto en la Grecia antigua como en la Argentina actual.
¿Qué se deduce de estos problemas? Ya sea desde el purismo moral o el conformismo que negocia, hablamos del sistema capitalista como si fuera un ente maligno ajeno, nos sorprendemos con sus nuevas formas, y comentamos su violencia con intelectualizaciones que nos hunden en un pesimismo inerte. Lo que no advertimos de todo ese proceso es el nivel de violencia que nuestra complicidad encarna, y el enorme aporte que hacemos a la co-construcción de un escenario cada vez más absurdo.
Si la segregación es un fenómeno de estructura, la verdadera mano de obra del capitalismo contemporáneo la encarnan quienes más creen estar en contra de todo ese sistema mientras lo reproducen.
Así se dibuja hoy el lazo social capitalista, y el 1% del sistema saca provecho de esa modalidad.

II Un discurso neo-fascista se sostiene sobre la idea de que la segregación económica, racial y de género (entre otras formas) no remite a una cuestión de privilegios sino a la falta de esfuerzo individual, dejemos de lado la tesis de que hay segregación desde que existe comunidad. Porque ya sea por estructura o falta de compromiso, nos enfrentamos hoy con una evidencia incontrastable: el crecimiento de los fenómenos de segregación en los últimos dos años es abismal en Argentina y en el mundo. Lo que todavía no podemos dimensionar, porque poca gente quiere pensar qué sucedió en estos dos años, es cómo aprendimos a naturalizar una serie de sinsentidos ya existentes, pero ahora de forma mucho más brutal.
Eso, como todo en la vida, tiene efectos. Se construye progresivamente un “saber” para nada teórico sobre la actualidad de la catástrofe, una suerte de panorama general acuciante que confronta a cualquier persona con dilemas que podrían resumirse en una fórmula: asumir esos sinsentidos, cuestionando las propias acciones que los reproducen a diario, o desentenderse por completo. La primera alternativa no tiene retorno, porque quien asume fuertemente sus privilegios en una crisis no puede seguir adelante con esa ropa.
La segunda sí, pero el llamado es urgente.
Lo que el virus trajo como evidencia es el crecimiento inaudito de una masa que ahora segrega de otro modo, al menos a nivel del Yo. Porque si la característica primera de la masa es la cohesión entre quienes la integran en torno a un ideal, ahora el individualismo denota una posición bastante más idiota: el ideal es la plusvalía misma. Como señaló Esther Díaz en una nota reciente en este diario, el término idiota remitía en la Grecia antigua a la ausencia de lazo con los asuntos públicos: si la forma de la masa lograba segregar con su consolidación misma, la distinción hoy radica en la carrera que cada sujeto corre para despegarse de lo social.
La libertad individual ya no gira sólo en torno a la propiedad privada, como destacó Alain Badiou en su retorno al seminario, hace pocas semanas, sino que agrupa toda una actitud hacia lo real, desentendiéndose del prójimo como condición de un lazo onanista: “Yo soy yo-yo-yo, y soy yo quien tiene que decidir si se pincha o no en el hombro para salvar a otras personas que me son naturalmente indiferentes, porque su grave defecto es que no son yo...”.
Como con la inmunidad celular, la catástrofe pandémica inoculó en gran parte de la civilización la idea de que ya no hay más salida por fuera del yo. Se fomenta en todos los lazos sociales la construcción de una es-cultura identitaria individual, cuya lógica perfectible convoca siempre a más –como señala Freud, por la vía del superyó–, ya sea con seguidores virtuales o con dólares.

III Es cierto que la necesidad de acopiar alguna moneda de cambio para la supervivencia no es nueva, y la historia del capitalismo es la historia de la acumulación. Pero hoy la tenencia de dinero no hace al cambio sino a su multiplicación, por el sólo hecho de tenerlo, principal pilar de la ideología individualista que extremó la crisis pandémica: los efectos de la financiarización de la vida cotidiana en el lazo social. Quien tiene un excedente en sus ingresos compra dólares, departamentos o cualquier cosa que obtenga más dinero en el corto plazo. No se trata de una conducta reprochable.
Pero que ese sea el norte de nuestro día a día, más allá de todo oficio o profesión, también tiene efectos.
Cuanto más se centra la vida en torno a esa lógica, tanto más en déficit queda cualquier posicionamiento político para deconstruir la gimnasia capitalista cotidiana.
El acopio de dinero entonces resulta solidario del acopio de privilegios, que nadie quiere ceder porque en época de catástrofe la única “épica” realmente existente en el imaginario colectivo tiene que ver con la acumulación como refugio y como identidad. De todo esto se deriva que cuanto más tiempo pasa alguien replicando acciones capitalistas a diario, más cómoda resulta aquella idea del capitalismo como un ente maligno ante el cual nada se puede hacer, porque siempre será neuróticamente mucho más cómodo proyectar la responsabilidad por todas esas microacciones capitalistas hacia afuera.
Eso explica por qué ciertos contradiscursos como el psicoanálisis son tan criticados hoy: un psicoanálisis que no estafe apunta a situar la responsabilidad por una posición ante el deseo. Si la relación a ese deseo se tapona con una ingesta gozosa de privilegios tanto más apetitosa, esto es porque las formas ideológicas más ligadas a la plusvalía (y al plus de gozar solidario, que siempre pide un poco más) tomaron la escena por la vía del yo. Y el yo no se lleva bien con la toma de responsabilidad por una posición más deseante porque eso, como cualquier cosa impagable, no tiene valor de cambio a nivel social.
Lo único que puede iluminar una salida a esta encerrona es la involucración política de toda la ciudadanía, que no se logra con un pedido voluntarioso de militancia –porque la pulsión de muerte es más fuerte que la voluntad– sino con acuerdos sociales realmente participativos. Si una democracia adormece más de lo que empodera, más vale sospechar de sus coordenadas. Es posible un sistema de representación más directo, en el que cada persona asuma su responsabilidad por lo que afirma y por lo que omite para sostener un privilegio. Si el gasto obsceno en campañas vacías se impone naturalmente a la posibilidad de una lógica más plebiscitaria que cuestione a la sociedad sobre la deuda, el río Paraná, el litio, los bosques ocupados por magnates extranjeros o el impuesto fijo a la fortuna, más vale que indaguemos qué teorías estamos usando para no admitir el juego al que seguimos jugando.
Antes de que la pantalla tome por completo nuestra subjetividad, lo político puede ser pensado de forma subversiva.

* Psicoanalista, docente e investigador en Psicología, Ética y DD.HH. (UBA). Integrante de Zona de Frontera.



Lo que el virus trajo como evidencia es el crecimiento inaudito de una masa que ahora segrega de otro modo, al menos a nivel del Yo.

Todavía no podemos dimensionar cómo aprendimos a naturalizar una serie de sinsentidos ya existentes.



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